LEYENDA DE LA MICA
Ampatu era un guerrero fornido y valiente aunque no muy dotado por la naturaleza en sus rasgos fisonómicos, que eran más bien ásperos.
A la hora de enamorarse, su corazón se conmovió ante la belleza de Tusca y empezó su cortejo. Pero la indiecita era muy pretenciosa, consentida y de un carácter espinoso. Ella no podía prestarle atención a un indio feo, teniendo tanta hermosura en sí misma para amar y admirar.
Tusca se pasaba los días buscando adornos de todo tipo para engalanarse: flores perfumadas; dijes que ella misma fabricaba con guijarros cristalinos y piedrecillas vistosas; hilos de colores, que sustraía del telar de su madre y con los que tejía primorosas vinchas y brazaletes.
Ese era su mundo, al que Ampatu quería, de algún modo, acceder. De pronto tuvo una idea. Debía buscar algo fuera de lo común, único, algo que la embelesara y sólo él pudiera suministrárselo.
Ampatu esperaba las noches de luna llena y, con sus certeras flechas, arrancaba astillas de plata del brillante disco, que iba guardando en sus bolsillos para hacer un collar para Tusca. Pero se excedió tanto que, antes del tiempo fijado, la luna entró en cuarto menguante, alterando todos lo ciclos vitales.
Tan grande fue el enojo de los dioses, que inmediatamente transformaron a la vanidosa en una planta que cuando se llena de flores es hermosa, pero nadie se le acerca por las espinas.
El osado Ampatu fue petrificado con sus bolsillos cargados de hojuelas plateadas. Es así que las serranías de La Chilca y Ambato, con sus caras rugosas, descubren por ahí sus recónditos depósitos de mica.
LEYENDA DE LA SALAMANCA DEL ARENAL
Había en aquellos tiempos un diablillo travieso que no entendía las leyes de la comunidad diabluna, ¿Qué era eso de vivir escondidos en cuevas?. ¿Por qué no andar entre toda la gente?. ¿Por qué no tener una casita de pircas, como esas que recortan su figura cúbica en todo el paisaje calchaquí?, ¿Por qué no corretear libremente a pleno día, como lo hacen los jóvenes indios entre el Famabalasto y el Chaupiyaco?. Yo voy a vivir así – se dijo.
Y se puso a buscar las piedras para hacer su vivienda, para lo que se escapaba de las cavernas ocultas y salía a la luz del sol.
Los otros diablos decidieron castigarlo, ¿Él quería una casa de piedra?, Muy bien, tendría una hermosa morada pétrea. ¿Quería disfrutar de los espacios libres del campo?, Tendría campo al por mayor. Entonces entre todos cortaron un inmenso bloque de la piedra más dura, que desde lejos parecía casa, y la pusieron en una lomadita solitaria, en medio de los arenales. Y esa fue desde entonces la casa del diablo. Allí lo condenaron a vivir a él y sus descendientes por todas las generaciones, hijos, nietos, biznietos, tataranietos y choznonietos. Nadie puede escapar a su destino de diablo y allí tuvieron que fundar, aislada del resto del mundo, su Salamanca.
LEYENDA DEL VOLCAN
Hubo un tiempo en que el valle de Andalgalá producía alfarería de la mejor calidad, allá por los siglos que se llamaron diaguitas.
La mancomunión estrecha entre el hombre y la tierra, el sentido de pertenencia al paisaje, permitían una vida en armonía y de respeto hacia la naturaleza, todas las cosas se hacían sin excesos, tomando lo justo y devolviendo a la Pacha los favores recibidos.
Los alfareros tenían esta suprema consigna. Elegían la greda y la modelaban, con esa convicción previa de que el simple barro era la joya y ellos, sólo los mediadores para que el soplo del arte infunda las formas de diferentes prodigios: el puco, la urna, la pipa, etc.
Soñocamayoc era un artesano privilegiado. Desde su edad más temprana, la magia de sus manos se puso en evidencia. A medida que crecía, su prestigio fue extendiéndose por la comarca y por otros valles vecinos y su cerámica no tuvo competencia.
La teja más fina y más resistente, los diseños más exquisitos, surgían de su taller. Soñocamayoc era un hombre laborioso, no podía sustraerse al afán de dar vida a sus hijos de barro y complacer a todos los que querían tener sus cacharros. Pero el tiempo no lo ayudaba. La búsqueda personal y al acarreo de la arcilla le llevaban varias horas que quitaba a su inspiración creadora. Al verlo tan empeñoso Pacha decidió ayudarlo.
Una mañana muy temprano, Soñocamayoc caminaba desde Chaqui Yacu arriba, por un brazo del Pujya Mayo, cuando en el cauce del arroyuelo descubrió una nueva vertiente y, a pocos metros, en la ladera de la lomada, un afloramiento natural de barro, listo para modelar. En los alrededores abundaban los retamales para alimentar el horno de cocción. Milagro, pensó, y desde ese momento se instaló con sus utensilios y su entusiasmo en ese paraje destinado por la madre tierra sólo a él.
Sin embargo, ante tanta prodigalidad, Soñocamayoc no supo medirse, olvidó que el trabajo debe convivir con el descanso. Deslumbrado y envanecido por su propia obra, transcurría todo su tiempo modelando y cociendo vasijas y objetos de toda clase, los que empezaron a amontonarse, porque ya superaban las necesidades de la tribu y los trueques que se realizaban con otras.
Hasta que un día el ollero prodigioso no pudo plasmar en greda sus ansias. La fatiga le dijo basta y el reposo eterno vino a confinarlo en el seno de una urna funeraria.
Desde entonces el barro arcilloso fluye y se escurre por la falda de la lomita, donde ha ido acumulándose hasta formar un cono que los lugareños llaman El Volcán y que sigue esperando a aquel alfarero que le daba un destino de joya artística.
LEYENDA DE LA QUEBRADA DE LOS MORTEROS
En la margen izquierda del Río La Cañada, que por intervención de la mano humana se convirtió hace unas décadas en el Río Andalgalá, entre las lomaditas que separan el Julumao de la Quebrada de Villavil, hay un pequeño huayco donde insólitamente aparece, en el lecho rocoso de unas caídas de agua de lluvia, un conjunto de morteros comunitarios.
Si las concavidades para la molienda del maíz y la algarroba eran labradas en piedras estratégicamente ubicadas en un nivel superior a los cauces, ¿qué explicación tienen estos morteros en un paraje tan recóndito y ubicados en el mismo lecho del cauce?
Dicen los viejos del lugar, que a su vez se informaron en otros más viejos que ellos, que la aloja fue la causante de esta rareza.
La bebida espirituosa era elaborada con una serie de rituales por la tribu y destinada a las ceremonias de culto, de estilo bacanal, que periódicamente se realizaban. Para ello se la conservaba en tinajones muy controlados por la clase sacerdotal.
Pero ocurrió que un grupo de jóvenes indios se aficionó a los estados de exaltación, que devenían de cada ingesta, y se ingenió para burlar a los cuidadores y escamotear cada noche una tinaja. Hasta que fueron descubiertos.
Fueron condenados a devolver con creces la aloja hurtada, pero, a fin de que se acobardaran, debían sufrir en sus propios músculos el cansancio y el dolor de machacar y machacar la piedra para dar forma a las oquedades de los morteros. Así fue que los llevaron a ese escabroso lugar, donde todo les era más difícil, y obligados a trabajar bajo la lluvia, en pleno cauce de la correntada serrana, con el agua amortiguando sus golpes y duplicando el esfuerzo. Luego tuvieron que arrastrar lo que podían moler cada día, hasta el poblado.
De esta manera, con el escarmiento y los trabajos forzados, castigaron a los culpables de alterar el orden social establecido. Y quedaron, como mudos testimonios ejemplificadores, los hoyuelos de piedra de la Quebrada de los Morteros.
LA BODEGA de DON SAMUEL
Don Samuel Lafone Quevedo era un hombre visionario, que supo valerse de todos los recursos de esta tierra. Para su vocación científica, la gran riqueza antropológica fue su filón de oro. Para sus otras vocaciones, más pragmáticas, la minería y la vinatería fueron sus otros intereses.
De aquella época de esplendor, se conservan en Malli 1° las viejas paredes de la bodega de don Samuel que ostentan en su fachada sus iniciales -S.A.L.Q.- y una fecha: 1888.
La soledad, el abandono y el tiempo se enseñorearon del recinto pero, año tras año, cuando el verano cede su reino al tranquilo otoño, se sienten rumores de faena en la bodega y se percibe el aroma picante del mosto en fermento.
Dicen algunos osados, que se asomaron por los resquicios de las puertas, que unos duendecillos diligentes trajinan de acá para allá, mientras un señor esbelto, de barba blanca y ojos azules, les dice que la cosecha de este año les dará un vino sin igual, que será el tema de conversación en las tertulias del Pilciao y de Huasán.
Cuando, por fin, llega el invierno y se desnudan de hojas esas viñas que han resistido en pie los embates de los hombres veleidosos, que abandonaron la vitivinicultura por más fáciles labrantíos, o porque ya no es negocio, (o quizá también porque otros hombres veleidosos favorecieron políticamente a otras regiones), la bodega de don Samuel vuelve a su destino de ruina, a su condena de silencio y quietud. Sólo en la mística del recuerdo quedan los hombres de levita, las damas almidonadas, degustando un vino ambarino.
LEYENDA DE LAS FLORES DEL CAMPO
Mishqui tenía el pelo largo y manso. Era como una cascada de ébano en sus espaldas. Su gracilidad se confundía con las cimbreantes pichanillas y jarillas al soplo del viento juguetón, durante el verano diaguita.
Su día comenzaba recogiendo con cuidado la serpentina de oro con la que el algarrobo adornaba su sombra. Con infinita paciencia iba llenando el puco que luego vaciaría en la boca ávida del mortero. Cuando recolectaba todo el generoso don de una planta, sus pupilas expertas atisbaban los alrededores en busca de otra, y se encaminaba decidida, a cumplir con la tarea que, a sus quince años. le habían adjudicado las costumbres de la tribu.
Ella no lo sabía, ella se sentía un elemento más en ese valle que era su cosmos, pero, desde las alturas, un viajero de rutas siderales la observaba. Todos los días el Sol se embelesaba contemplando su laboriosidad, su mansedumbre, y, caballero romántico al fin, concluyó por enamorarse de la joven india.
Sigilosamente la acompañaba en sus jornadas, luchaba con las nubes caprichosas para templar el suelo y se afanaba en madurar y dorar los frutos para que Mishqui tuviera la mejor cosecha.
Pero, en su hechizo de amor, se olvidó de las leyes de la naturaleza y desterró a la lluvia de estas tierras, celoso de que le quitaran la dicha de ver a su amada.
Los cultivos de maíz y papa comenzaron a secarse tras meses de sequía. La tribu, preocupada por verse privada de esas fundamentales fuentes de alimento, decidió poner en práctica sus antiguos ritos: un sacrificio humano al dios Sol.
Y, qué ironía, cuando el astro asomaba ansioso su rostro rubicundo por el horizonte, dispuesto a vivir un nuevo día de su callado romance, en la plataforma ceremonial, el sacerdote hundía su cuchillo de oro en el pecho de la más bella, Mishqui, y, a cambio de la lluvia, ofrendaba su virginal corazón aún sacudido por los últimos latidos.
Nadie vio cuando el Sol lloró y sus gruesos lagrimones amarillos buscaron sepultarse en el paño del follaje. Luego el cielo se encapotó presurosamente y la tierra sació su sed en una venturosa lluvia. Cuando el cántaro de las nubes agotó su líquido contenido, un patético círculo de fuego abrió sus rayos de luz y calor sobre la tierra, mientras las plantas del campo abrían tímidamente las corolas de una miríada de flores amarillas.
Y así es que, año a año, en un ritual de consuelo, retamas, pichanillas, churquis, tuscas, chañares, se cubren de las doradas lágrimas del sol.
LEYENDA DE LA CIUDAD PERDIDA
El Aconquija y el Famatina se saludan diariamente con una venia de nieve, que trasunta el Conando y el espejo salobre del Pipanaco.
El valle se dilata y se engancha, como un pañuelo estampado de ocre y verdores, en clavos de riachos: Villavil, Joyango, Pomán, Amanao, Quimivil y la roja polea del Abaucán cordillerano.
El tiempo y los hombres se pusieron de mutuo acuerdo y lo festonearon de pueblos y ciudades: Aimogasta, Andalgalá, Belén, Saujil, Chaquiago, Mazán, Londres y otros arabescos de casitas y cultivos, transcurren la vida tranquila y provinciana.
Pero cuentan los más viejos pobladores que hay una ciudad sin nombre y sin coordenadas conocidas. Muchos la vieron cerca de Tucumanao, otros dicen que por lado de La Constancia, o del Río
Odres. No hay acuerdo en las versiones sobre el lugar. Lo que todos cuentan es que cuando se aproximaron, desapareció. Pero están seguros de haber visto a lo lejos la silueta inconfundible de un caserío, con arboledas y todo.
Cuentan también los más viejos, que lo supieron de sus abuelos y bisabuelos, porque antes mucha gente vivía más de cien años, que esto no es una fantasía, es realidad. Había una ciudad que los españoles fundaron en medio del campo y lejana a los caminos más frecuentados, donde iban acumulando para sí las riquezas arrebatadas a los indios, sobre todo oro y plata. Pocos sabían su ubicación y, como siempre que se sigue el camino de la ambición se llega a un castigo, un buen día sopló un zonda, tan pero tan fuerte, que borró todas las sendas y tapó con dunas los pozos de agua.
Desorientados por completo, sus pobladores perecieron de hambre y sed. Y quedaron las casas deshabitadas y los tesoros sin dueño. Todos la ven pero ninguno puede llegar a ella, se desvanece como la niebla somnolienta de las mañanas o como los sueños de los crédulos. Pero en esa imaginería popular está la certeza de que existe, y alguien descubrirá algún día la ciudad perdida del campo de Pipanaco.
LA LEYENDA DE MINAS CAPILLITAS
Por el atrevido y montaraz camino,
suspendido de las altas nubes,
un domingo de noviembre,
un contingente de esperanzas sube.
Allá en la mina esperan las piquetas
que luego del descanso,
volverán a enjugarse en los sudores
de esos músculos mansos
que explotan en alardes de energía,
y, briosamente,
con el cerro impertérrito combaten
en duelo de valientes.
Privados del azul del cielo,
en su trajín constante, una huella
en la roca van haciendo los mineros,
mientras desde el alma los alumbra una estrella.
Allí en las rojas entrañas palpitantes,
de la ríspida y legendaria Capillitas,
van buscando, con febril delirio,
las vetas de roja rodocrosita.
Mas, cuando la noche prematura llega
y se encienden los fogones del encuentro,
no falta una voz, que misteriosa,
acerca algún relato viejo.
Y cuenta que algún abuelo anónimo
supo decir, en tiempos ya remotos,
que la mina escondía su riqueza
en lo más profundo y más ignoto,
pero, cuando inquisitivo el hombre
se acercaba a descubrir su gran secreto,
lo cobraba en moneda de sangre
y una vida quedaba en el subsuelo.
Aplacados su angustia y su despojo,
se volvía después muy generosa
y emergían de las negras bocaminas
las zorras con sus cargas prodigiosas.
Así, queda prendida en cada rostro
la nota oleosa del suspenso,
que rescata del confín de los instintos
un temor callado y denso.
Al día siguiente, continúa el minero
horadando el alma de la piedra.
En la profunda nebulosa del sueño
se diluyó su noche de leyenda.
Retumban los taladros afanosos,
con prolijidad se prepara la “pega”,
una fuerte explosión sacude al cerro
y con punzón de fuego lo fragmenta.
En la noche ventosa de noviembre,
los mineros, que sólo saben de rudezas,
apretando sus párpados con fuerza,
un cuerpo inerte llevan.
Cuando se despejan la polvareda y el llanto,
los mineros, resignados, ya regresan,
el túnel los traga y el silencio
de repente es roto por la sorpresa:
de una veta como nunca antes vieran
refulgen las rosadas lentejuelas.
Los mineros callados se contemplan
y en el ambiente flota la leyenda
LA LEYENDA DEL TUNEL
En el siglo XVII los españoles tuvieron una ardua tarea para concretar la conquista en estas indómitas tierras, donde bravos como Juan Chelemín, o Pedro Chumay, o Cualcuza, no cesaban tampoco en su empeño de defender lo propio. Una convivencia más tranquila permitió surgir los labrantíos y caseríos ya por 1.700 y un poco más.
Huasán, por su ubicación privilegiada y sus buenas tierras, debe haber sido un lugar codiciado. Lo obtuvo don Esteban de Nieva y Castilla, quien luego lo vende a don Luis Joseph Díaz. Este último, en el año 1768, instituye el mayorazgo a favor de su sobrino, don Salvador. Pero antes, en 1.745 los padres jesuitas recibieron unas hectáreas en donación y tuvieron un establecimiento que dejó su nombre al paraje y la finca: El Colegio. Se fueron después porque hubo un rey que los desterró de América; pero, en los años que estuvieron, dice la imaginería popular que pudieron resistir ataques por un original sistema de defensa: un túnel subterráneo que atravesaba los 1.000 metros distantes entre la casona señorial y los claustros y dependencias de los jesuitas.
La leyenda tiene un elemento real o histórico y el imaginario. Hacia 1.988 se descubrieron unos recintos subterráneos, de techos abovedados. Esto ocurrió así:
- Don Vasco, don Vasco - gritaba el Quelo entre asustado y sorprendido - venga, venga que ya se ha caído la pared y del otro lado está hueco, no hay tierra.
El dueño había dado la orden a dos de sus peones de investigar por qué se sentían ruidos extraños cuando por ahí golpeaban el muro estivando cajones, y allí estaba el resultado.
Hicieron un boquete un poco más grande, para permitir el paso de una persona. En ese momento llegó Lalo, el administrador, y se animaron a entrar linterna en mano.
Artísticos arcos de ladrillos sostenían el techo de este oculto sótano que aparentemente fue una bodega o una cava. Lalo, más curioso y audaz, enfocó el haz de luz hacia un rincón y descubrió el montón de botellitas que despedían algunos tímidos reflejos. Cuando las sacaron al patio, pudieron observar que se trataba de envases de loza de origen inglés, que habían contenido cerveza y databan del siglo XIX, época en la que Huasán fue propiedad de los Blamey.
El recinto subterráneo tenía un olor húmedo y misterioso, que daba esa sensación sobrecogedora de que se estaba en el pasado. Hacia un costado había unos escombros, como tapando algo así como un pasadizo. La curiosidad se hizo presente de nuevo, pero el Vasco dijo que no, no quería que se siga excavando, porque se socavarían los cimientos de la fábrica de aceite y ésta se podría derrumbar, o quizá porque lo invadió un temor a profanar algo sagrado. ¿Sería el tan mentado túnel? Vaya a saber. La verdad es que ahí está la sala subterránea y también la incognita. En Chaquiago decían después que lo abrieron pero se encontraron con unos enanos y por eso lo volvieron a cerrar inmediatamente. Los protagonistas lo niegan pero le queda la duda a la gente. Así son siempre estas cosas.
MUSCHACA
La quebrada le traza una cicatriz de vientos al cerro osco. Río arriba las torres sostienen fatigadas un andarivel de olvidos. Los churquis adormecen su siesta pachorrienta. Una capilla sin techos, de paredes sin tiempo, es el mudo testimonio de otroras.
Alejado del macizo rocoso, unos pequeños cerritos le ponen una nota insólita al paisaje. Allí, en uno de ellos, que es como un otero estratégico, por 1902 se construyó la plataforma terminal de un cable-carril, que bajaba desde Minas Capillitas para transportar el mineral de cobre.
Desde la distancia se divisan los muros y una gigantesca rueda. Ya en el sitio la sorpresa de los descubrimientos abruma. Escoria; chimeneas y troneras de hornos; ladrillos refractarios de procedencia inglesa y otros, de marca "Pilciao", que dicen que fueron los primeros que se fabricaron en el país. Es un paraje suspendido en el pretérito. Su nombre, "Muschaca", significa "el beso" y es un interrogante.
Dicen que Orkko (la montaña) y Huailla (el campo) un día se enamoraron. Pero el suyo era un amor prohibido, porque había un tercero en discordia, Khaillitalla (el cielo), que al estar más cerca de Inti (el sol), dios supremo, lo influía a su voluntad.
Khaillitalla cortejaba a Orkko y la adornaba con estola de nubes, le ponía diamantes de estrellas, como diademas, y la visitaba continuamente, de día con un traje de seda azul, de noche con un traje de tafetán negro. Pero Orkko permanecía indiferente a sus requiebros,
Un día Orkko se arriesgó y le dio unos besos en la mejilla a Huailla. Khaillitalla, furioso, los maldijo y las huellas de los besos se transformaron en lunares de piedra. Para el vengador una mancha, un castigo. Para Huailla un hermoso recuerdo de su amada. Para ella un poco de sí misma hecho carne en su enamorado.
Así dicen que nacieron esas pequeñas montañitas, en la mejilla del campo, que luego alguien llamó Muschaca
LA HIGUERA
Mi padre clavó la pala en la orilla húmeda de la acequia. Con su mano de dedos cortos y seguros, apartó la rama que cerraba el portillo formado por el tronco en V de una tala, y alzó mis ocho años para transportarlos a otro mundo.
Un sendero caprichoso se abría paso entre un monte denso y sugestivo, Era un túnel, un túnel al misterio por el que mi imaginación voló. De trecho en trecho bordeábamos o cruzábamos una acequia vieja, profunda, callada ya por el cansancio de cavar tantos años el mismo cauce. Qué casualidad, unos días antes había leído yo una enciclopedia ilustrada, donde me fascinaron los distintos climas y regiones de la tierra y, más que todo, mi atención se centró en una fotografía de un paisaje selvático: la multitud vegetal y el río meandroso, toda una invitación a la aventura.
Y allí estaban, mi selva y mi río y mi expedición hacia lo desconocido.
Mi padre, práctico y utilitario, y más que todo ajeno en esos momentos a mis elucubraciones, tomó un atajo. Así llegamos más rápidamente al pie de una loma y , oh, sorpresa, ante mis ojos se presentaban las Cataratas del Iguazú, o más bien el Salto del Ángel, porque un solo hilillo de agua salvaba una altura, enorme para mi estatura, y se convertía en acequia, para perderse en la intricada maraña.
Escalar la loma fue otra experiencia emocionante. La cima fue un Kilimanjaro para mi fantasía. Mi padre sólo cumplió una vez más una rutina: controlar la compuerta donde se tomaba el agua para la finca El Molino.
De regreso, el sendero seguía cavando doseles de tallos y hojas hasta que, de repente, se abrió a un claro. Desafiando a unos rayos de sol, lustrosa y erguida, estaba una higuera. Cómo una higuera allí, en medio del monte. Mi padre me dijo que allí vivió hace muchos años don Calixto Salicas, cuyas hijas eran las lavanderas de Huasán. Pero don Juan Luna me dio otra versión: allí vivían los duendes de El Molino, que gustaban mucho de los higos y también de las uvas. Tenía razón porque después me acordé de que más allá, junto al monte, había también una viña.
Y allí estarán todavía, seguramente, paraíso recóndito de esos seres fantásticos que siempre viven en todo lugar, a la espera de una mente imaginativ
EL HOMBRE GIGANTE DEL COLEGIO
Pedro (o Juan, o Luis, ésta es una historia repetida como las imágenes de un juego de espejos) volvía para su casa en Chaquiago, una noche de verano, como a las 4 de la madrugada, luego de haber pasado unas horas de diversión en La Costanera.
Iba solo en el pequeño autito con ronroneo de gato, pese a que su madre le había dicho más de una vez que siempre debía venir acompañado por El Colegio, porque se aparecía el hombre gigante. Decía ella que ya a su padre y a su abuelo les había pasado eso cuando venían de la Villa, de noche, y se habían llevado sus buenos sustos. Que luego doña Boni los sahumó para recuperarles los espíritus. Ni siquiera se acordó de estas recomendaciones. Venía pensando que Aconquija jugaba ese día con Rivadavia de Huaco, por la final del campeonato, y él tendría que dormir un buen sueño esa mañana, para estar en buen estado luego de una noche de juerga.
Justo frente a la entrada a El Colegio, tuvo que disminuir la velocidad, porque se le cruzó un perro, y, de pronto, le entró como un apuro, unas ganas de apretar el acelerador y hacerlo saltar al autito. Era un hilito fino que le corría por la columna, aunque no sabía si para arriba o para abajo, y algo en el estómago, algo como un vacío frío que iba creciendo.
En eso lo vio allí, parado entre los árboles, a la altura de donde hacen esquina los alambrados de la Agronomía. Alto, como de cuatro metros, y delgado, oscuro, en contraste con la luna que estaba queriendo asomarse recién. El rostro indeterminado y el cuerpo como los hombres de zancos que viera en las películas.
Y había sido cierto nomás. De repente se dio cuenta de que tenía enfrente el cerco de Huasán, en la curva grande, y, con mucho esfuerzo, levantó el pie amortiguado del acelerador y torció el volante a la izquierda, mirando de reojo de rato en rato por el espejo retrovisor, para constatar que no jugaba carrera con una largas piernas
EL BATALLON DE CARDONES
Los cardones son un elemento muy común en el paisaje andalgalense, pero generalmente crecen guardando ciertas distancias entre sí. Llama la atención entonces, cuando uno va hacia La Aguada y, hacia la izquierda del camino, frente al Autódromo, en el ángulo justo donde sale el callejón que cruza las lomas y desemboca en El Colegio, observar en un sitio de aproximadamente la mitad de una manzana, una gran cantidad de cardones, dispuestos como en un batallón.
Contaba una viejecita que por ahí, es decir por la parte más baja de ese cañón que queda entre las dos lomadas, corría el Río Andalgalá, pero como una creciente muy grande inundó el pueblo el 18 de diciembre de 1915, lo desviaron por El Corte, que fue inaugurado en 1927. Esto es muy cierto, todos sabemos que la actual Avenida 2 de Abril fue el cauce antiguo del río.
También contaba esta viejecita, que allá por el siglo XVII, el cacique Chelemín tenía su fuerte justo en la punta de la loma, por donde baja el canal entubado para la Central N° 2 y la pileta grande. En la loma del frente, Francisco de Nieva y Castilla alzó su Fuerte de San Pedro. Todo esto también es verdad, porque así está registrado en las crónicas de la época y así lo contó el cacique Cristóbal Sanguinay, además hay pircas que lo confirman.
La viejecita, por su parte, agrega que, estando en guerra los indios con los españoles, Chelemín y sus seguidores eran muy bravos y nobles, porque enfrentaban en desigualdad de condiciones a sus adversarios, equipados con mejores armas.
A disgusto del cacique -que tenía otra noción del valor y peleaba sin triquiñuelas- y sin su conocimiento, un grupo de guerreros amotinados bajó de la fortaleza, en plena noche, por la quebradita que la flanqueaba por el oeste, dio un rodeo y se disponía a cruzar el río para atacar de sorpresa al reducto español, aprovechando el fragor de los truenos que anunciaban una tormenta. Pero el líder- que había tenido sus sospechas- estaba viéndolos desde la atalaya de los vigías y, decepcionado por la bajeza y ruindad con que estaban actuando sus propios guerreros, invocó a los dioses, para que ellos obraran como correspondiera. Inmediatamente cayó un rayo sobre el escuadrón de rebeldes y apenas tuvieron tiempo de levantar los brazos, en ademán suplicante. Quedaron allí, convertidos en cardones, en formación de batalla.
EL LOCO
Había una vez un hombre que se llamaba Antonio, pero todos lo conocían por "el loco". La gente lo llamaba así porque se creía guarda de tren y no lo era. Usaba un raído uniforme con su gorra gris y un silbato estridente, asumiendo cabalmente su imaginario rol. Se ocupaba de avisar a los comerciantes del centro cuando tenían carga para retirar en la estación y, por ello, recibía propinas con las que se mantenía.
Muchos lo vimos, en aquellos años en que el viaje a la ciudad de Catamarca se hacía preferentemente en tren, ir y venir apurado y ansioso por el andén y el terraplén, mientras esperaba ver aparecer la locomotora, y desarrollaba sus rituales de precaución.
Quien no sabe la anécdota de aquella vez que don Baldomero Ramil, en su Ford A, con el que prestaba el servicio de taxi, lo alcanzó camino a la villa, por la calle San Martín, y le dijo - Sube, Ávila, te acerco- a lo que él contestó - No, voy apurado-. Unos centenares de metros más arriba, el autito sufrió un desperfecto mecánico. Ávila lo alcanzó y lo pasó a paso vivo. Y llegó antes a la plaza, tal como él lo había previsto.
La estación de Huaco ya no vibra ante el traqueteo de una máquina y sus vagones, que llegan o parten de su andén, y ante el bullicio del gentío en el trance mítico de las bienvenidas o las despedidas, pero quienes tienen recuerdos de los años '70 para atrás, quizás cuando van a visitarla tienen la visión de un hombre barbado, con uniforme y gorra de guarda, una pipa enhiesta en su boca y un andar apurado. Muchos no lo creen, pero hay gente que lo ve.
LA MINA DE LA CUMBRE DE LOS RASTROJOS
Los Rastrojos es un paraje que queda a unas horas de mula de La Toma al norte, en las caídas del nevado El Candado. Esta historia fue contada por Pedro Vergara, de La Aguada, quien la sabe porque los aguadeños tienen frecuentes expediciones Río Andalgalá arriba, para atender los animales.
Dicen que hace muchos años -palabras textuales de Pedro- primero los Álvarez y luego los Monroy, hallaron una mina que parece que tenía de todo, oro, cobre, plata, una mina muy rica. Pero cuando intentaron explotarla, siempre tuvieron problemas, enojos del cerro que desembocaban en tormentas, enfermedades repentinas, ataques de desorientación que les impedía volver a localizarla, cosas raras siempre. Hasta que recurrieron a un curandero tucumano, para que les saque ciertos "trabajitos" de envidia que hicieran fracasar el emprendimiento. Él fue muy claro, que no sigan porque la Pachamama se cobraría el precio en una vida. Y así quedaron las cosas por mucho tiempo, hasta que, un buen día, al Juan se le puso que iba a buscar la mina y en ésas anda.
Su propósito es firme, porque solo o acompañado se va para el cerro cada dos por tres. Y la historia se está repitiendo. Algo no quiere que la mina sea hallada. Ya van dos veces que algo como un golpe de viento muy fuerte le despeña y le mata los animales. Primero fue un "macho", luego el otro. Gracias que Juan había desmontado para pasar ese trecho feo, que si no, no cuenta el cuento.
-La Pachamama quiere sangre, pero sangre humana, para entregar sus riquezas. El Juan lo sabe, pero sigue encaprichado en hallar las vetas, no le importa el riesgo. Dios dirá como sigue esta historia- dice don Pedro Vergara, suspiro mediante.
LA CASA DE LAS MONJAS
En el confín sur del Distrito Huachaschi, colindando con el reino de jarillas y pichanillas, hay una insólita construcción, una casa chalet con techos de tejas, completamente alejada del resto de las viviendas, las más cercanas de ellas a más de quinientos metros.
Le dicen la Casa de las Monjas porque está dentro de una finca que pertenece a la Congregación de Cristo Rey, que hasta aproximadamente los años '60 mantuvo un colegio en Andalgalá y formaba jóvenes en costura y bordado. Este establecimiento parece que tuvo la función de huerta y casa de retiro para las religiosas.
Por muchos años, después de que las hermanas se marcharon y posteriormente su casa céntrica diera lugar a la apertura de la prolongación de la calle Vicente López, la finca estuvo administrada por un mediero que no permitía la entrada y, de esta manera, aumentó su misterio.
La casa está deshabitada, sólo sirve para guardar cosechas, lamentablemente, y está muy arruinada, pero posiblemente nadie quiera vivir allí.
Cuentan algunos que se aventuraron a andar cerca, que siempre se escuchó un ruido de caballo que llega y se detiene en la casa y luego parte, pero nunca lo vieron.
Un día temprano, un puestero del campo andaba buscando unas cabras que no habían vuelto la noche antes al corral. Pensaba que quizás las habían tentado las verduras tiernas de la Casa de las Monjas y el mediero les echó los perros.
Apenas estaba amaneciendo cuando el Melián asomó su cara por la paica de un algarrobo y atisbó los rastrojos y la casa, con mucho respeto, por si el mediero hubiera dejado los perros. En eso sintió el galope de un caballo, Prestó oídos y venía para esos lados. Pasó como a quince metros de donde él estaba, queriendo fundirse con el tronco del árbol para que el jinete no lo viera. Pero él sólo vio la polvareda, clarita y brillosa por los primeros rayos del sol, el caballo y el jinete nada, como si fueran invisibles. Por más que aguzó los ojos no pudo verlos, pero el ruido estaba, el galope pasó cerquita, y de repente se detuvo frente a la casa. Hubo otros ruidos, como de alguien que se apeaba y daba unos pasos, y un caballo que piafaba y se espantaba las moscas con la cola. El Melián estaba tan cerca y el silencio del amanecer era tan profundo, que todo se sentía como amplificado. Allí nomás vio cómo se abría y cerraba una puerta de la casa, pero nadie entró, aparentemente.
El Melián estaba petrificado, no se animaba a moverse por si desde la casa lo descubrieran. Pasó un rato, vaya a saber cuánto tiempo en realidad, porque el reloj de sus latidos le distorsionaba la percepción justa. Entonces la puerta volvió a abrirse y cerrarse, con un ruido de goznes inaceitados y un golpe seco que la volvió a dejar en el espacio de su marco. Y otra vez el galope, esta vez al revés, primero lento y luego como que fuera aumentando la velocidad. Pasó a escasos metros de donde el Melián estaba, alejándose hacia el campo.
El puestero dejó pasar un tiempo prudencial y olvidándose de las cabras, se volvió para su casa, tratando de contener los temblores de chucho, mientras un sudor frío le corría por el surco medio de su espalda. No sabía si lo iba a contar o no ¿Quién le creería?
EL MAL PASO
En la década del '70, una iniciativa municipal perseguía identificar todas las calles del radio céntrico. El límite sud de la ciudad de Andalgalá, que lo separaba de Malli y Huaco, era un callecita con un curioso nombre, impuesto por la imaginería popular. La cuestión era dejarlo o cambiarlo y aunque es un nombre extraño para quienes no son andalgalenses, la costumbre se impuso y la calle se llama Mal Paso.
Pero la pregunta que hay que contestar siempre es por qué. No es porque alguien haya tropezado o halla dado un mal paso allí. No. La significación es otra: no era bueno transitar por ahí.
Años ha la callecita era más bien un callejón abovedado por las copas de las talas y los chañares y daba lugar a muchos relatos de aparecidos.
Esto que se cuenta es una más de las tantas anécdotas. Ocurrió hará 80 o 100 años, cuando el camino a Belén salía por Huaco y el callejón del Mal Paso era un atajo para tomarlo más rápidamente o, al contrario, llegar unos minutos antes.
Un viajero venía de Belén y entró al poblado ya cuando las primeras sombras de la noche caían. En lugar de tomar para el lado de la Estación, dobló por frente a los Sánchez y la Cruz de Huaco hacia arriba, y agarró el atajo del Mal Paso. Su mula, cansada, parecía ansiosa por llegar, no disminuía el ritmo del paso. Al pasar debajo de los primeros talares, un aleteo repentino asustó a jinete y cabalgadura. Una lechuza chistó estridentemente. La mula se puso briosa. El jinete, expectante. Una acequia profunda lo hizo aminorar la marcha. Cuando quiso espolear al animal, sintió el tirón en su cintura y esa sensación inconfundible de que alguien se sentó en la grupa de la mula. Instintivamente giró lo más que pudo su cabeza y vio de soslayo una figura negra detrás de su espalda. Un olor denso y extraño le invadió las fosas nasales. Ni no se confundía era el olor de los velorios.
La mula parecía ir cada vez más lentamente, sus pasos eran como de plomo pese a que la azuzaba. El callejón parecía un oscuro túnel que no terminaba nunca. En su cintura seguía sintiendo una presión de dedos posesivos.
Allá lejos alcanzó a distinguir algo blanco, que contrastaba con la oscuridad ya casi total de una noche de luna nueva. Al acercarse distinguió un ranchito, y entonces hubo como un sacudón y un roce de ropajes almidonados a sus espaldas. La sensación de ser abrazado por la cintura desapareció. El olor repugnante también; un rectángulo de luz se proyectaba más allá sobre la huella. Era del boliche "El Buen Vino", en la esquina del callejón con la calle San Martín. Afuera unos parroquianos alternaban unos tragos y la tertulia. El afuerano llegó. Se apeó y saludó. Caminó unos pasos y luego se desmayó. Uno de los presentes dijo -Otro que fue escoltado por la viuda.
EL DUENDE DEL RANCHO GRANDE
Un día la señora de Álvarez venía por la calle Belgrano. Era la oración cerrada y hacía mucho frío. No se veía ni una alma. De la Juan Jorba más abajo, encima no había luz y sólo se veía un foquito en el frente del Hogar de Ancianos.
Había un montón de arena en la vereda, era de una casa en construcción en el terreno de los Aldao. Le quedaba poco para pasar frente a las paredes viejas de lo que fue el "Rancho Grande" y se sentiría más tranquila porque ese lugar la inquietaba. Ya llegaba a la altura de una antigua puerta de madera, cuando esta se abrió y salió un hombrecito, con un sombrero en su gran cabezota y sus ojos desmesuradamente grandes y brillantes. Antes de que la sorprendida mujer pueda reaccionar, estaba en el medio de la calle, impidiéndole la pasada. Se quiso volver pero ya estaba detrás de ella, saltando como un resorte. Un grito se le anudó en la garganta y sintió un frío subirle desde los pies. En ese momento un auto giró en la esquina de arriba y el duende se esfumó por donde había llegado. La atribulada mujer pudo dar un paso, luego otro y luego apresuradamente volver a su casa.
Esa misma noche, en el Hogar de Ancianos, dos de las cuatro mujeres que quedaban de guardia ya habían terminado sus tareas y fueron apagando las luces, mientras los ancianos ya dormían. Sintieron, de repente, un ruido de latas en la cocina.
Pensaron que había entrado un perro, pero no. Un hombrecito con su gran cabezota y sus ojos desmesuradamente grandes y brillantes estaba inspeccionando las ollas.
Al otro día, todo Andalgalá era una revolución de rumores ¿Cómo pudo suceder esto? -Muy simple -dijo doña Sabina- es que el Rancho Grande antes era un recreo bailable y cuentan que una jovencita, que estaba embarazada, se agotó una noche bailando y se descompuso. Sus amigos la socorrieron pero no pudieron evitar la pérdida del bebé. Para que los padres no se enteraran, allí en el mismo baño hicieron desaparecer el feto. Y la gente dice que una criatura nonata, muerta y enterrada sin ninguna bendición, siempre vuelve como duende travieso que juega haciendo asustar.
LA SERPIENTE DE DOS CABEZAS
Primero todos creyeron que era una broma de Pío Alfaro, quien dijo que la vio camino a El Molino, pero Juan Chacana medio que se animaba y desanimaba a asegurar que también la vio.
Un buen día la Bety Abel comentó que la vio pasar por los fondos de la casa de su abuela. La cuarta versión surgió de don D' Vallerio, que fue a correr un atado de mimbre para prepararlo para hacer un sillón que le encargó doña Mecha de Soler, y vio clarito las dos cabezas, pero le pareció que compartían el mismo cuerpo.
Tata Asho repetía -Yo sé de dónde sale… Yo la 'i visto dispararse del tinajón de la niña Adela y tomar pa' lao del fondo- pero, claro, nadie le llevaba el apunte porque creían que era como aquel cuento de los pajaritos que no cantan que muchos le oían - al pasar- narrar y renarrar en sus noches de insomnio senil. La niña Adela, por su parte, decía que a Dios no le gusta la gente supersticiosa. Don Carrizo, en cambio, sostenía que esta historia era como tantos otros mitos que él había recopilado y casi se parecía a un relato que le hizo la Chinina Dorado.
Mucho tiempo pasó y se agregaron varias historias e hipótesis, hasta que una mañana calurosa, casi rayando el mediodía, Carlos Valdez andaba acomodando cosas en los fondos de la fábrica de dulces "Chaquiago" y, de repente, vio algo escabullirse entre unos toneles. Su intuición le dijo que podría tratarse de una víbora y llamó a viva voz a los que estuvieran cerca. La Telma Quiroga y la Esther Artaza acudieron presurosas, armadas con sendos palos, pero los garrotazos quedaron suspendidos en el aire cuando vieron el cuerpo negro, manchado de ocre en algunos puntos, que curiosamente no se curvaba al reptar, sino que hacía "quencos", como esos típicos de las guardas indígenas y tenía esos rulos que se quiebran en ángulo recto, haciendo varios giros hacia el interior. Pero la rareza más grande era que tenía dos cabezas planas y triangulares, con dos grandes ojos y una incisión en el medio que ostentaba dos hileras de filosos dientes.
En ese momento de estupor e indecisión, la serpiente cruzó la alambrada y enfiló derechito para la casa de los Aguilar. Desapareció entre el pastizal que alfombraba la plantación de ciruelos. Después de que reaccionaron, tiempo les llevó contarles a todos los demás, a media voz, para que doña Mecha no los sintiera. Al rato advirtió la Telma y corrió a contarle al Pelado que el raro animal se había ido para esa casa y le dio todos los detalles, recalcándole que tuviera cuidado, porque dos cabezas podrían significar dos mordeduras. Renuente a creer pero ante tanta insistencia, el Pelado comenzó a buscar sin comentarles nada ni a la Carmela ni a sus tías Adela y Hortencia.
Recorrió palmo a palmo las quintas del fondo y del frente, chequeó las galerías, las enredaderas y todos los canteros del jardín. Rastros no había y ya estaba convenciéndose de que su búsqueda era tonta, cuando de pronto el choquito lloriqueó. Se dio vuelta y sí pudo ver una serpiente de dos cabezas, negra, con quencos a lo largo de todo su cuerpo. Allí estaba, trazada con los rasgos simbólicos de la cosmogonía indígena, en la panza de la tinaja que quizá su abuela - o su bisabuela- había resuelto colocar allí, en medio del patio. Era tal como la Telma se la había descrito. La observó durante un largo rato, no se movió ni un milésimo, pero, claro, eso era imposible. Por si acaso, esa misma tarde fue y compró barniz en la ferretería de don Félix Álvarez y le dio dos manos.
Nunca más alguien en Chaquiago volvió a contar que se encontró con una serpiente de dos cabezas.
LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS
Cientos de años atrás, vivían en este lugar unos hombres muy, muy blancos y tan, tan envidiosos unos de otros, que de tanto imitar todos lo que cualquiera de ellos hacía, para no ser menos, se volvieron todos espejos.
Nadie podía tejerse un poncho negro con rayas rojas, porque al otro día todos salían con el mismo decorado en sus ponchos. Nadie podía trenzar una vincha de cinco colores, porque todos la usaban así al día siguiente.
Un día uno de ellos apareció montando un suri, que había domesticado con mucho esfuerzo, y ese mismo día los demás salieron a buscar suris en el campo, para tener cada uno su propia cabalgadura y no ser menos, aunque tuvieron que soportar incontables golpes, picotazos y espolonazos de fornidas patas.
A medida que pasaba el tiempo, cada vez se diferenciaban menos unos de otros y ya era difícil identificarse entre sí. En ese afán de ser todos iguales, empezaron a tener brillo, como el agua, porque vieron que la superficie del agua refleja con exactitud.
Pero cierto día ocurrió que, en esta ciudad de los espejos, uno de ellos se murió y los otros no pudieron evitar hacer exactamente lo mismo, y cayeron todos, extendidos uno junto al otro, y quedaron como un tendal vidrioso. Como no quedó nadie, ni grande ni chico, para que los sepulte, el sol los fue secando y dejándoles sólo su consistencia de sal. Por último quedó un gran espejo salobre.
Si alguien quiere comprobar si esta historia es cierta, allí está como testimonio el Salar de Pipanaco. Pero, ¡ojo!, no vaya a tener envidia de nada.
EL HOMBRE SIN ROSTRO
Llevo el nombre de mi abuela materna, pero todos me conocen por Chinina. En mi vida me han pasado muchas cosas dignas de contarse, sobre todo cuando trabajé como maestra en una escuelita de cerros. Pero hay una historia verídica muy curiosa, que es la que ahora quiero narrar.
Yo era jovencita y en mi casa de Chaquiago funcionaba la estafeta postal. Tenía por misión bajar a Andalgalá -la villa- a retirar la correspondencia. En esa época ya había automóviles, pero unas pocas familias los tenían, y no había taxis ni colectivos. Entonces mi medio de transporte era un caballo.
Una tarde retiré la bolsa con las cartas y tomé rumbo a Chaquiago. Cuando iba llegando a El Colegio, ya era entrada la oración. Súbitamente un tropel se colocó a la par de mi cabalgadura y una voz de hombre me dijo -Buenas tardes-. Yo le contesté, tratando de divisar sus facciones, para reconocerlo, pero el ala del sombrero era ancha y estaba un tanto bajada hacia adelante. De todas maneras y gracias a que todavía había luz del día, pude ver que no tenía rostro, en su lugar había una sombra.
Apuré el trote del caballo y el hombre hizo lo mismo. Rogaba que alguien más nos alcanzara o encontrara, pero éramos los dos únicos habitantes de la ruta. Al llegar a la altura de Huasán, tiré de las riendas para hacer más lenta la marcha y dejarlo que se vaya adelante. Pero el caballo negro de mi circunstancial acompañante, parecía estar sincronizado en su paso con el mío.
Pensé, al llegar al bordo del Río Chaquiago, todavía aferrándome a pensamientos racionales, que sería un paisano de Choya y allí seguiría derecho, mientras que yo tenía que doblar por el camino del paso norte del río. Pero no. Torció el rumbo, junto conmigo, al ritmo del animal cansado pero nervioso que yo montaba. Temía, por momentos, que mi fiel montura, posiblemente tan asustada como yo, se desbocase, como desbocadas estaban mis palpitaciones que corrían sin freno por mi sangre.
Repechado el bordo del río y al cruzar frente a las primeras casas, envalentonada por la cercanía de gente y curiosa por naturaleza, cada vez que pasábamos debajo de un foco del alumbrado público, lo miraba para ver si reconocía a alguno de los vecinos de El Potrero, que siempre pasaban por la calle de mi casa y eran conocidos de mi padre. Pero no había rostro bajo ese sombrero, sólo una sombra.
Cuando llegábamos al portón de entrada a la casa, disminuí la marcha y el hombre, que durante toda la travesía no había dicho más palabras que el saludo, siguió al mismo trote, se tocó con la mano el sombrero en señal de despedida y dio vuelta en la esquina, camino a El Potrero. Por lo menos eso creí yo.
EL CIENEGO
-Siempre en La Aguada. Qué cosa que parece que te gusta que estas cuestiones raras sucedan aquí- decía doña Rosario.
- Por más que no le guste, esto es como ese "Valle Vicioso" que hay en La Rioja, lindo pero lleno de cositas extrañas- le contestó don
Tito.
Y esto venía a cuento de que, como el vivía cerquita del Ciénego, estaba contando una historia que lo tuvo de testigo.
Una noche iba camino a la usina uno de los operarios que tenía que atender las máquinas en el turno nocturno. Siempre este hombre llegaba más temprano, pero, por un imprevisto, ya se había cerrado la oración, cuando en su bicicleta iba haciendo los últimos esfuerzos de pedaleo cuesta arriba. Se acordó de repente que frente a donde él iba, detrás del canal, en la falda de la loma, había un ciénego y, según contaban, hace muchos años allí había un molino -cosa que debía ser cierta, porque en el lecho del canal estaba la piedra de la molienda-. También decían que allí murió una mujer de forma trágica.
En esos pensamientos iba, cuando sintió un aleteo y un pájaro grandísimo y negro pasó rozándole con sus alas la cara. Ahí nomás dio la vuelta y volvió a pasar, casi tocándole con sus garras la cabeza. No supo después de dónde sacó fuerzas para darle mayor impulso a sus dos ruedas, y ya iba llegando frente a la casa de don Tito, cuando sintió el aleteo que se alejaba, acompañado de una fuerte carcajada.
-Usted dirá que tan sólo es mala fama que intencionalmente le han hecho a La Aguada, pero, qué quiere que le diga, yo esa noche lo tuve que curar de susto al pobre hombre, antes que él también sea finado-fue la categórica conclusión de don Tito.
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EL SOCAVON DE VILLAVIL
Es común escuchar relatos sobre los tesoros indígenas y la avaricia de los españoles. Este es uno más.
Cuando Francisco de Nieva y Castilla levantó el Fuerte de Andalgalá, ya estaba avecindado en Julumao don Antonio de Iriarte. Uno de sus segundones, de apellido Maldones, estaba encargado de los labrantíos que habían empezado a hacer para aprovechar las aguas del Río Villavil. En sus andanzas, se granjeó la simpatía de dos indios jóvenes que estaban a su servicio y en los primeros intentos de comunicación, más por señas que por palabras que todavía no compartían, se enteró de que por allí había una mina de oro. Eso fue suficiente para que el españolito se hiciera la película, aunque en ese entonces habría sido más adecuado decir la fábula.
Usando la fórmula archiconocida en todas estas historias, regalar chafalonías, Maldones al fin consiguió que los naturales lo llevaran al sitio del "tapao". Un socavón bajaba hacia el interior de la montaña, por unas escaleras labradas en la roca. A bastantes metros empezó a refulgir el mineral. Cuando pudo entenderse mejor, supo que sólo los dos indios sabían de la existencia del tesoro, porque ellos habían explorado por sí solos la mina abandonada y tuvieron la suerte de destapar estas nuevas vetas.
No pasó mucho tiempo y Maldones, valiéndose de intrigas, hizo que a los indios los llevaran a trabajar a otra merced, situada en La Rioja, de donde no volvieron más. Pero, aunque pensó que le quedaba para él solo el tesoro del socavón, su desconocimiento de la serranía no le permitió encontrarlo por mucho tiempo. Cuando por fin lo halló, luego de una agotadora y escabrosa búsqueda, lo marcó con piedras, pero luego lo volvió a perder.
Y así pasó su larga vida, caminando por las serranías días y días, hasta agotarse. Cuando por fin encontraba la bocamina, la marcaba y volvía al poblado para buscar los pertrechos necesarios y sacar el oro. Pero siempre ocurría lo mismo, por más que tomaba todos los recaudos para orientarse, volvía al mismo sitio y ya no la encontraba. En los últimos años de su vida empezó a contar de su supuesta mina de oro y muchos lo tomaban por loco.
Maldones se murió muy viejo, pero la creencia en la existencia de la mina perduró hasta hoy en día. Muchos cuentan que encontraron la boca del socavón de Villavil quebrada arriba, pero cuando vuelven a buscarla, ya no la encuentran.
EL ALMA ANDA ANTES DE MORIR
Doña Arcenia reposaba en una cama del Hospital "San Vicente de Paul" de la villa de Andalgalá. Una enfermedad fatal la consumía. Corría la primera década del siglo XX.
Teresa, jovencita entonces, la cuidaba con toda la devoción de una hija abnegada. Su madre dormía pero, de repente, abrió los ojos y le dijo: - Anduve por Chaquiago. Tu padre y la Manuela estaban tomando mate y llegó doña Ramona de Segura a preguntar por mí. En eso, por atenderla, la Manuela dejó la leche en el fuego, se le derramó y apagó todas las brasas. Decile que no se olviden de guardar la paila que la dejaron anoche afuera.
Luego de estas instrucciones propias de una mujer hacendosa, doña Arcenia volvió a dormirse con el semblante tranquilo y, a las pocas horas, falleció.
Pasados los trajines del velatorio y del sepelio, don Augusto, su hija Teresa y la fiel servidora Manuela volvieron a la casa a reanudar su vida. En la primera tarde que compartieron la costumbre del mate, Teresa recordó el sueño de su madre y lo contó con todos sus detalles. Don Augusto y Manuela se miraron sorprendidos y luego le contaron que esa tarde, antes de que ella había mandado a avisar la muerte de su madre con el peón de los Guerra, las cosas habían ocurrido tal como en el sueño e, incluso, Manuela se dio cuenta de que no había guardado la paila.
Teresa murió viejita en 1.970, con muchos hijos y nietos en su haber. Fue una mujer respetuosa de la verdad.
De su boca salió este relato que se transcribe tal como ella lo contó.
LA CIUDAD DEL SILENCIO
Como una costra ominosa el silencio todo lo habita y hace más triste en esta ciudad de muros cerrados. Las callejuelas se han enlozado de olvidos y el monte invade los muros de las moradas, tan apretadas entre sí que a veces no se distinguen límites, salvo aquellas más ostentosas, donde sus ocupantes quizá se piense que están más cómodos, en su sueño eterno. Aquí, en este cementerio, parece que se han instalado a vivir el abandono y la profanación.
Hace mucho que ha dejado de ser un lugar de visita de los deudos porque quizá muchos de los deudos mismos ya están en otros campos santos.
Dicen que las tumbas abiertas y las tablas de cajones desperdigados por todos lados, incluso la ruptura de lápidas y cruces de mármol que adornaban el sector dedicado al entierro de los protestantes que vivían en Huasán, fue todo producto de la búsqueda de esqueletos para venderlos a estudiantes de medicina. Muchos viejos dicen que quienes esto hacen reciben un gran castigo por ultrajar lugar sagrado. Vaya uno a saber.
Lo cierto es que entrar a este lugar da lugar para muchas cosas.
Así fue que un grupo de jóvenes curiosos entró un día a la antigua necrópolis y la recorrió, como si estuvieran explorando un territorio de películas. La aventura tomó el sabor picante de la intrepidez y la fría textura del miedo. Fueron inspeccionando nombres y apellidos de las viejas inscripciones, suponiendo parentescos con conocidos, admirando manifestaciones artísticas en hiedras y ángeles de piedra, haciendo hallazgos crudos de como se degrada la carne que alguna vez fue el cáliz de los pétalos de la vida.
De repente llegaron a una sepultura cuya pared lateral y techo se habían derrumbado, destrozando el ataúd de fría madera negra. Entre astillas y cascotes, el cuerpo seguía en su postura de sueño, aunque ya la piel era solo un pergamino pegado a los huesos.
El grupo se quedó en hondo silencio como en un ritual de respeto. Uno de ellos de nombre Enzo, tomó del costado de otra tumba una florcita roja, de una planta de hojas carnosas que parece salir sola en la ciudad de los muertos. Se agachó reverente y la colocó sobre el traje azul Francia que vestía el muerto, y lo miró al rostro enmarcado en una densa y larga cabellera rubia. Luego se fue y todos lo siguieron.
Esa noche, cuando Enzo entró en su dormitorio, prendió la luz y descubrió acostado en su cama al hombre de traje azul y cabello rubios. Un grito desgarrador hizo acudir a sus padres, pero, en la cama, sólo quedaba el hueco que deja un cuerpo en reposo y unos cabellos rubios sobre la almohada.
El padre de Enzo buscó al día siguiente una persona que se ocupara de cerrar la tumba y su madre inició la misma noche del episodio, después de que lograron calmar a su atribulado hijo, una novena de rosarios.
Luego de un cambio de muebles e incluso de dormitorio, Enzo fue recuperándose de a poco. El miedo dejó paso a la convicción de que su gesto compasivo habría llevado a esta alma en pena a buscar protección y de que las oraciones ya lo habían devuelto al mundo de los que descansan en paz. De que no volverá a salir de su ciudad del silencio.
LA SALAMANCA DE LA BARRANCA DE LOS LOROS
La Aguada hace honor a su nombre. Por todos lados hay afloramientos de agua, vertientes, ciénegas y el río, que por más época de sequía o de escasez del líquido elemento que esté pasando, siempre su chorrito trae.
Agua es verde y verde es el color que aviva el paisaje. Entre parches de verdes de distintos tonos, un poco más al norte de la Usina Vieja, se encuentra la Barranca de los Loros, un lugar paradisíaco, que es como si un cuchillo gigante hubiese hendido la falda de la loma y le hubiese dejado una herida de unos cientos de metros de largo, por diez metros de profundidad y quizá quince de ancho, bordeado por dos barrancas, donde buscan anidar los loros, de allí su nombre.
Por el lecho de la hendidura, corre el agua de una vertiente y ambas márgenes están cubiertas por un denso monte de viscotes y talas, que forman techos vegetales y agatas dejan pasar uno que otro rayo del sol.
El lugar es sobrenatural, mágico de por sí. Pero cuentan los aguadeños que allí funciona una salamanca.
Ramón lo pudo constatar. Una vez, incrédulo ante las historias que narraban sus amigos, fue desafiado a hacer una visita de noche.
Hombría herida de por medio, aceptó y el viernes siguiente, cerca de las doce de la noche, iniciaron la caminata, corta, pero escabrosa en el terreno de las emociones.
Había luna llena. Todo parecía normal hasta que pasaron la tranquera y entraron a una finca. El sendero parecía estar inundado de una niebla blanca y pegajosa y los arboles parecían fosforescentes. En seguida nomás Ramón escuchó música, algo así como violines y bandoneones. Ya cuando estaban en la entrada del cañón de las barrancas, se oían risotadas y el ruido característico de una farra.
Pese a que tenía las piernas temblorosas, Ramón seguía avanzando con el grupo. En un momento dado, el que lo había desafiado dijo: - De aquí no podemos pasar si no hacés renuncia a tu fe de cristiano.
Allí fue que se acordó de cómo eran esas ceremonias y las tentaciones que el diablo desplegaba para conquistar para su reino. Pudieron más su respeto y sus creencias de católico que le impedían blasfemar. Dio marcha atrás seguido por los otros muchachos, que también ya tenían suficiente con la experiencia.
Desde entonces, Ramón repite siempre: - Mire, hay que creer o reventar.
LA CASA DE LAS MUÑECAS
Mariana llegó al solar donde nació, no hacía mucho -tres décadas- si se iba a comparar con la historia secular de la casa. Sus padres, don Genaro y doña Luciana, fueron a San Fernando para acompañarla en el difícil trance de velar y sepultar a su marido y luego ayudarla en todos los menesteres que siguen a una circunstancia así, disponer sobre bienes muebles e inmuebles, cosas que por ahí, en esa época, manejaban mejor los hombres. Viuda, joven y sin hijos, la única alternativa era volver al seno del hogar paterno.
José María, en su Ford A, había ido a esperarlos en la estación de Huaco. Mariana se dejaba llevar, todavía suspendida en una irrealidad. Lo real era demasiado doloroso para asumirlo de una vez por todas. Su amor, su gran amor, ya no estaba con ella. Se había ido y se había llevado hasta sus propios deseos de vivir. Le daba lo mismo, entonces, el lugar donde desde ahora transcurrirían sus días. Atravesó el umbral de la antigua casona y nunca más lo volvió a cruzar. Su corazón ya había dispuesto esta autorreclusión perpetua.
Las tareas domésticas ocupaban sus horas matutinas y, en las largas tardes, el altillo fue el rincón de su añoranza. Allí creó un mundo sustituto de aquel que el destino le quitó. Allí recreó la ilusión de tener una hija, fruto anhelado de su historia de amor ya trunca.
Un día subió las escaleras hacia la habitación de las balaustradas, llevando en brazos dos muñecas de loza, vestidas de tules. Las sentó en el piso y se sentó a contemplarlas y a imaginar lo que hubiera sido si su hijita hubiera podido jugar con ellas. De repente, un caballero, muy conocido suyo, llegó llevando de la mano a una niña ansiosa. Desde entonces, todas las tardes Mariana, su esposo y su hija tenían una cita en el altillo. Y para que la niña no se aburriera, fue llevando más muñecas, rubias, morochas, grandes, chicas, vestidas de todos los colores, hasta atestar el espacio cuadrangular de habitantes de porcelana, cuál más bella.
Los años transcurrieron. Mariana no volvió a salir a la calle pero todos los días visitaba la casa de las muñecas, donde encontraba el mundo de sus sueños.
Después de su muerte, la colección de muñecas fue heredada por unas sobrinas. El altillo quedó de nuevo vacío, esperando ser escenario de otras historias en el antiguo Julumao, Macondo de los andalgalenses. La "casa de las muñecas" se volvió anécdota o, más bien, leyenda.
LA LUZ MALA DE LA CAPILLANIA
La primera vez que yo la he visto, ha sido una noche de verano. No hacía mucho que se había cortado el agua que había extendido en el rastrojo de más abajo, aprovechando que me había tocado el último turno y la última caidita, antes que el repartidor baje la compuerta en La Aguada. Mientras tanto, y ya que las botas me protegían de las víboras, me había dado una vueltita, porque ya había encontrado rastros de que alguien arrancaba los tomates más grandes que estaban pintos, y se me hacía que el dañino andaba al anochecer.
Iba caminando por la orilla del alambrado que daba al campo y de golpe he sentido una extraña sensación a mis espaldas. Cuando me he dado la vuelta, la he visto. Parecía que iba siguiéndome, dando como saltitos por encima de las jarillas. Se elevaba arriba y se deshacía, pero más allá volvía a aparecer desde abajo, como una pelota de luz.
Al otro día nomás se lo he contado a Chapero, cuando pasé por la finca de los Mazzucco. Él me ha dicho que son víboras, víboras de fuego que andan por el aire, pero, claro, el pobre, siempre ha tenido esa obsesión, hasta se lo escucha hablar con una serpientes imaginarias. Eduardo Ramos, por su lado, se ha quedado pensando un buen rato y me ha contado que la abuela de él sabía decir que eran almas en pena, y no era bueno acercarse porque algún maleficio echaban.
Otras veces las he visto, pero una vuelta, más precisamente una oración, después que cargaron la cosecha del tomate, fue como un festival de luces. Muchas había por el lado donde quedaban restos de unas paredes viejas, de esas de adobes bien anchos, que se hacían hace más de cien años. En un momento dado se han juntado todas, como si les hubieran dado una orden de alguna parte, y ya era un sol fosforescente que se venía ligerito hacia mí, como si alguien le hubiera dado una patada para que yo ataje. No sé todavía cómo he podido vencer la parálisis de las piernas y cerrar la boca (que la tenía abierta como en sillón de dentista), para atrapar un poco de aire, inspirarlo y correr.
Nunca más me he quedado de noche en La Capillanía, pero una vez me supo decir la señora Patricia de Figueroa, que allí ha habido una iglesia dedicada a la Inmaculada Concepción, que esas tierras fueron y todavía eran del obispado y su nombre correcto era La Capellanía, porque era como un oratorio privado y su dueña dejó todos sus bienes para que le digan misas, es decir le ha dado a la Iglesia toda la finca. Con el correr de los años y ya como se construyó la iglesia de la plaza, y la dueña se murió, esta iglesita -o capellanía- no fue usada y se cayó de vieja y abandonada. También me ha dicho que es seguro que ahí debe haber gente enterrada, porque así se usaba en ese entonces, sepultar en lugar santo.
Después de esto, doña Negrita Figueroa de Moreno, cuando iba por la orilla del canal a traer el agua , había salido un día de su casa y me había preguntado cómo andaba. Como el susto me duraba, también la he hecho saber de mi percance. Ella me ha explicado que dicen los que saben que la luz mala no es cosa del otro mundo ni del diablo, como yo pensaba, sino que se ha descubierto que los huesos tienen una sustancia que es fosforescente y sale como unas burbujas de vapor o gas hasta cierta altura y se deshace. Parece que sigue a la gente que camina o a los autos, porque es arrastrada por la corriente de aire o vacío que dejan los bultos que se mueven.
¡Gracias a Dios!- he pensado para mis adentros, después de saber todo esto, y de vez en cuando voy y les prendo unas velas para esas pobres almas que ya no tienen quien se acuerde de ellas.
JUAN LUNA, HOMBRE MITICO.VERSION CUENTO
El nombre era tan viejo como la Biblia. El apellido llevaba en sí carga de mitos ascentrales. En sus pómulos angulosos y en sus ojos, rendijas de tiempo, se adivinaba la estirpe indígena.
Juan tenía un corral de cabras Huayco Hondo arriba. A sus 80 años, ese era el quehacer que le permitía subsistir, en una extrema indigencia, pero en esa tranquila vida de los que, al no tener nada, tienen mucho, sobre todo paz y libertad.
En sus años mozos hizo muchas cosas, peón de finca, vendimiador, carretero, pero siempre fue pastor, porque los cabritos eran un recurso para comer y tener lechecita, y un pretexto para salir al campo.
Era Juan Luna el hombre que más conoció en cuestiones de enterratorios indígenas. Más de una vez lo fueron a buscar arqueólogos, cuando venían a hacer exploraciones. Él conocía el campo entre Chaquiago y Amanao como a la palma de su mano.
Esta historia anduvo por muchas bocas. Algunas veces la contaron los changos Flores -el Aldo o el Gallina, andariegos también-, otras veces Mayo Cisneros o don José Astorga. La Pichu Chacana también la repitió, mientras estaban armando empanadas con la Rosa de Camancho Dorado y la Vicenta Aybar, como que la oyó de alguien.
Desde lo alto de una barranca del Río Totoral vieron al hombre, de silueta familiar, que caminaba con seguridad por la senda. De pronto una hondonada se tragó sombra, hombre, hombros y sombrero. En el tiempo que dura bajar y repechar el valle de un pequeño arroyito, emergió la figura familiar, primero un tocado de plumas, luego el poncho y por último las ushutas cancinas. Se dirigió solemne al gran canchón de piedra, que todavía existe en el campo de Ingamana, muchos lo han visto, pero es difícil de hallar. Allí lo esperaban otros indios y estuvieron largo rato reunidos en consejo de ancianos. En un momento dado todos se levantaron y dispersaron en distintas direcciones y, mientras todos los demás se diluyeron en el aire como niebla que se esparce, el indio de pómulos angulosos y ojos como rendijas de tiempo, desandó el mismo camino que lo había llevado. Ushutas, poncho y tocado de plumas se sumergieron uno detrás de otro en la hondonada del arroyito. Sombrero, hombros, hombre y sombra, en ese orden, le cuerperaron a la barranca, y Juan Luna siguió caminando tranquilo, cumpliendo su simple ritual de guardián de las sendas del campo…y quizá del sueño eterno de sus antepasados.
EL HOMBRE MUTANTE DE JULUMAO
La casa se levanta erguida, con sus fachadas rosadas y sus enredaderas que la abrazan apasionadas. Todos los que la visitan piensan y fantasean con historias antiguas, con leyendas de todo estilo que, con seguridad, habrían tenido en ella su mejor escenario.
Pero pocos saben que hoy, hoy mismo, el mito habita vivo en ella.
El Julumao de antaño habrá escuchado muchas veces del "familiar", aquel hombre que se transformaba en perro o lobo y, en sus correrías, hacía vivir peripecias de suspenso a quienes lo interceptaban. Esta es una historia parecida, aunque no igual, de transformaciones para muchos inverosímiles, pero, quienes tenemos la capacidad del asombro, de creer en otros mundos, nos damos por testigos.
El hombre transcurre sus días en los quehaceres de una respetable profesión. Amén de eso, tiene una genealogía que hunde sus raíces en la más pura prosapia andalgalense, lo que no le quita la camaradería locuaz con quienes llegan a su casa. Otra de sus cualidades es deleitar al visitante con explicaciones y anécdotas que versan sobre mobiliario, enseres domésticos, costumbres y antepasados, deleite que se vuelca a sus reveladas dotes de escritor.
Lo que nadie sabe es que nuestro protagonista sufre desdoblamientos o mutaciones y de repente, en el ambiente quieto y sereno de la casona, su espíritu toma las formas de algún espécimen de su obsesión: las bestias, generalmente bestias pacíficas, pero bestias al fin.
En una ocasión, en estas transformaciones trabó amistad con una comadreja y se fue a recorrer con ella el vecindario, aventura de la que trajo varias noticias de las que nadie podía explicarse cómo llegaron a su conocimiento, e, incluso, se detuvieron sobre el parrón aromado a mosto del mes de abril, para libar juntos el licor natural de las uvas.
En otro de sus escapes de su condición humana al mundo "bestiaril", y esto ocurrió durante un buen tiempo, se hizo miembro de una familia de ratones, hasta que se convirtió en bisabuelo.
Sus transmutaciones son tan variadas como interesantes. Algunas le dejaron secuelas, como esos ojos escrutadores, de tintes amarillos, que le quedaron de aquellas veces que, encaramado en las ramas de una tala vieja, se convirtió en litigante de oficio del búho, que quería iniciar querellas por calumnias e injurias a los humanos, por tildarlo de "agorero".
Todas estas aventuras y otras más , fueron dadas a conocer veladamente, en forma de frutos de inspiración literaria, como para realizar una catarsis de esta curiosa patología de las transformaciones.
Pero lo que nunca contó es la sospecha de que en él se produce la reencarnación de un antepasado, un tal Casto, un personaje antonímico de su nombre, y hete aquí que, como él, nuestro personaje gusta convertirse en un animalito muy simbólico, el macho de la especie "gallus gallus". Pero para conocer sus experiencias habrá que esperar que Rodolfo escriba otro libro.
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MANITOS PARA EL MILAGRO
Arturo. 8 años. Pecoso y "fosforito". Sus padres creen que él tiene viento en sus venas o premura de río. Nunca se queda quieto. Es el duende travesura.
Arturo hoy es tristeza. Tiene un dolor de dos colores, le duele su quietud y le duele su tobillo. Hace un rato nomás era un gorrión buscándole trinos a su pelota. Pero había un huequito con bigotes de pastos que no tuvo la culpa y ¡ zas !
Esguince -les dice el médico- hay que enyesar- pero la tía Ignacia, que siempre está cuando ocurren estos percances familiares y siempre tiene el remedio o la receta justa, apenas transponen el umbral del consultorio, da su dictamen de facultativa empírica: Hay que llevarlo a doña Raquel.
Ojos claros, verdosos, como uvas moscatel recién peladas; voz enérgica, como para infundir respeto; la compositora de huesos sale a atender, hace pasar ceremoniosa, como parte de su ya iniciado ritual curativo, y luego pregunta -¿Dónde se cayó el niño? -En la Plaza de Chaquiago- le contestan, y acomoda el sillón apuntando hacia el lugar de la caída, sienta a Arturo y coloca la piernita descalabrada sobre sus rodillas.
Mientras que va deslizando cosquillitas y bromas que arrancan una que otra sonrisa entre lágrimas y mocos, va también untando sus manos en pequeñas porciones de una pasta aceitosa, cuya fórmula sólo ella conoce y que despide un fuerte aroma a yuyos serranos. Pero, como es necesario darle un toque de misterio y magia al asunto, dice a su pequeño paciente que es grasa de liebre, para dar velocidad, mezclada con polvo de alas de mariposas, para dar vuelo, y con eso sanaría la piernita, pero también él se haría mejor jugador de fútbol.
El niño entra en el juego y, poco a poco, va sintiendo que esas manos tienen algo así como la espinaca de Popeye. En un momento siente un fuerte tirón y ni siquiera puede ensayar una mala palabra, porque doña Raquel simultáneamente le dice -No me afloje mi amigo.¿Acaso Ud. no quiere ser como Maradona? Aguántese un dolorcito. ¡Sea más machito caramba!
Y ya está, El duende travesura está como si nunca hubiera sufrido un golpe, sólo que ahora esa pomada mágica le hizo pensar que es un superhéroe. ¡Ay!- suspiran sus papás. En buena hora, pero de nuevo se desató el viento y con más ahínco. ¡Ay!- también suspiran los bigotes de pastos-próximos a ser afeitados- de otros huequitos.
ALPATAUCA Y LAS SIETE CARGAS DE PLATA
Alpatauca es, literalmente, "montón de tierra", pero la incógnita de la gente es con qué objetivos fueron construidos.
Algunos sostienen que eran plataformas ceremoniales o especies de oteros o atalayas para observar los alrededores con fines defensivos. Otros hablan de grandes enterratorios de personajes prominentes, es decir túmulos con finalidades similares a las pirámides de Egipto, claro que a una escala mucho más humilde.
En Chaquiago de Abajo, ya en el límite de los regantíos, hay unas lomadas artificiales, que se inscriben en estos mismos casos.
Don Abraham, conocedor desde niño de estas curiosidades antropológicas y visitante frecuente, porque parte de ellas estaban en sus propiedades, contaba otra versión de su origen.
En épocas incaicas, el imperio se había extendido hasta estas latitudes y más al sur aún. Los caminos del inca surcaban las sierras, como un entretejido estratégico, que ponía de manifiesto el gran desarrollo de esta cultura.
Dicen que un buen día, llegaron al Cuzco noticias de muy al norte, sobre unos hombres blancos que estaban invadiendo los territorios de los hermanos que poblaban las islas y costas. Dicen que de pueblo en pueblo las voces fueron pasándose y llegaron a oídos del Inca, como un rumor y como un presentimiento de fatalidad.
El mensaje era simple: los invasores querían el oro y la plata. Para prevenirse, el Inca despachó cargas de estos metales a distintos destinos lejanos de sus vastos dominios. Siete cargas de plata, a lomo de las resistentes llamas surcaron los caminos desde el Potosí y fueron ocultadas bajo estos alpataucas.
Cierto es que las sufridas razas autóctonas fueron despojadas de cultura y de riquezas, los barcos se llevaron grandes cargamentos a la península, pero cierto es que no pudieron llevarse muchos tesoros que seguirán escondidos y, sobre todo, el tesoro de las leyendas.
DEDICATORIAS
A LA MEMORIA DE MIS PADRES, CHININA DORADO Y PEDRO SACCHETTI.
a MI ESPOSO, RAUL Y AMIS HIJOS, INGRID, PEDRO, GERMÁN Y MATÍAS.
A MIS HERMANOS, PELADA, ZULY, LIDIA NICOLÁS, SIMÓN E IGNACIO.
A MIS FORMADORES: FANNY MACHADO DE PAULETTO, ALICIA BOURNONVILLE DE CHAYLE, NORMA GLADYS ERMÁCORA DE LENCINA, LUISA TERESA BUSTOS, NAZAR HIPÓLITO FÁDEL, LUIS ALBERTO GIANOGLIO, SELVA CRISTINA GONZÁLEZ, BERTA MORENO DE MATESICH, TERESA TAPIA DE BONIFACIO, GRACIELA NÚÑEZ DE CARRIZO, MARÍA CARMEN MAZZUCCO Y SILVIA MARÍA ROMERO.
AGRADECIMIENTOS
A LOS ARTISTAS PLÁSTICOS EVA CABRERA DE MASILLA, ALBERTO AZAR Y MARCOS VEGA.
A ALICIA CHAYLE DE VALLEJOS, ALFREDO ROLANDO FUENTES, JORGE ORLANDO MAIDANA, LUIS RAMÓN AGUERO, RODOLFO VARGAS AIGNASSE, CARLOS SLUKA.
INDICE
DEDICATORIA ……………………………………………………………………………………………2
PRÓLOGO……………………………………………………………………………………………………….3
LEYENDA DE LA MICA……………………………………………………………………………….4
LEYENDA DE LA SALAMANCA DEL ARENAL………………………………………4
LEYENDA DEL VOLCÁN……………………………………………………………………………..5
LEYENDA DE LA QUEBRADA DE LOS MORTEROS…………………………….7
LA BODEGA DE DON SAMUEL………………………………………………………………….8
LEYENDA DE LAS FLORES DEL CAMPO…………………………………………………9
LEYENDA DE LA CIUDAD PERDIDA………………………………………………………10
LEYENDA DE MINAS CAPILLITAS………………………………………………………..11
PROLOGO
Todos amamos la tierra a la que pertenecemos. Aunque no nací en Andalgalá, por razones médicas, mis padres me concibieron y me criaron desde mis primeros días en Chaquiago, pueblo que me dio una natalidad mucho más profunda, la de haber abierto los ojos a un mundo mágico, un mundo que por sí solo me fue emoujando hacia los umbrales de fantasía.
Este rimero de páginas es producto de mi hondo sentir de andalgalense. En ellas he volcado un amplio abanico de creencias y mitos populares que tienen vida entre mis coterraáneos, como también anécdotas que por allí escuché, pero algunas son de mi neta invención. Como una manera de rendir homenaje a la gente de mi pueblo, involucré nombres de personas reales en muchas historias, pero el marco de acciones donde las coloco es, en la mayoría de los casos, ficticio.
Así me permito inaugurar el sueño de quienes hallamos en la escritura una voz para espejarnos. La publicación del libro propio. Quiera Dios que sea del agrado de quienes lo lean.
Mis intencionalidades también son que esta obra permita conocer, sobre todo a los niños y a los jóvenes, parte de la narrativa popular nuestra, que humildemente pretendo recopilar y recrear.
La autora
DEDICATORIAS
A la memoria de mis padres, Pedro Saccheti y Arcenia (Chinina) Dorado.
A mi marido, Raúl, y a mis hijos, Ingrid, Pedro, Germán y Matías.
A mis hermanos, Pelada, Zuly, Lidia, Nicolás, Simón e Ignacio.
A mis formadores, Fanny Ibis Machado de Pauletto, Alicia Bournonville de Chayle, Violanda Pastorelli de Luna, Gladys Norma Ermácora de Lencina, Luisa Teresa Bustos de Quirno, Názar Hipólito Fadel, Luis Alberto Gianoglio, Selva Cristina González, Teresa Tapia de Bonifacio, Berta Moreno de Matesich, Graciela Núñez de Carrizo, María Carmen Mazzucco y Silvia María Romero.
A quienes me colaboraron: Eva Cabrera de Mansilla, Alberto Azar, Marcos Vega, Jorge Orlando Maidana, Alfredo Fuentes, Alicia Chayle de Vallejos.
viernes, 15 de diciembre de 2006
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